jueves, 9 de febrero de 2017

Divagando sobre el relativismo cultural

Si cualquiera de vosotros quisiera convertirse en antropólogo, tendría que asumir desde el principio una premisa desde la que trabajar: nunca podría juzgar como mejor o peor que la propia una cultura que se está investigando. El objetivo de un antropólogo es el de interpretar el significado de sus manifestaciones: sus ritos, sus símbolos, su lengua, sus estructuras familiares… y comprender cuáles son los motivos o los condicionantes que ocasionaron que un pueblo, a lo largo de su historia, creara y adquiriera todas estas costumbres.
Para que podamos comprender mejor los objetivos de esta disciplina, hay que aclarar que parten de que la cultura es la que conforma y moldea al individuo, la que explica que cada uno sea quien es y actúe del modo en que lo hace. Todos somos, al mismo tiempo, productores y productos culturales. De hecho, el antropólogo también lo es, pero como es consciente de ello, tiene que trabajar para que mientras desarrolle su trabajo de campo, sus ojos estén limpios, no solo de prejuicios derivados de la imagen previa que pudiera tener de esa cultura, sino también de cualquier tipo de juicio. Sin embargo, sabemos que no juzgar algo que es tan distinto a lo que uno conoce es muy complicado. De hecho, Nigel Barley emite muchísimos juicios personales a lo largo de la obra porque, a pesar de ser un antropólogo, es también una persona que está intentando adaptarse a una realidad completamente distinta a la que conoce.
No siempre el relativismo cultural ha sido la piedra angular de la antropología. De hecho, en los primeros pasos de esta disciplina, los antropólogos escribían aplicando el prejuicio colonialista que impregnaba todos sus trabajos: los pueblos estudiados eran inferiores a los occidentales, con lo que sus miembros se consideraban bárbaros o salvajes. Con un poco de paciencia, y como si fueran niños pequeños a los que hay que educar, se les podría inculcar la idea de “progreso” o de “industrialización” para mejorar su vida. Cuando por fin fue desechado este enfoque, muchos antropólogos decidieron pasarse justamente al otro extremo de la balanza: las culturas primitivas revivían aquella idea ilustrada del “buen salvaje” que había propuesto Rousseau. Los pueblos no industrializados, que viven en contacto con la naturaleza y tienen contacto con ella, representan la bondad y la ingenuidad del ser humano primigenio. Pero ¿este enfoque es realista? ¿un miembro de una cultura primitiva, por el mero hecho de pertenecer a ella, es un ejemplo bondad primigenia del ser humano?
Pasaron los años y la antropología se fue consolidando como una ciencia social y con ella su nuevo enfoque del relativismo cultural. En un trabajo de campo no debe haber nunca una opinión o juicio, negativo o positivo, del estudioso sobre ningún aspecto de la cultura objeto de estudio. La neutralidad y la objetividad son básicas para el correcto desarrollo de una investigación. Ahora bien ¿qué sucede cuando en el pueblo son tradicionales la ablación de clítoris o la lapidación? ¿El antropólogo podrá mantenerse neutral? Es más ¿debería moralmente hacerlo? No hay una respuesta correcta, pero sí deberíamos, al menos reflexionar sobre si toda costumbre o tradición es respetable por el hecho de ser de otra cultura. ¿Qué pasa entonces con la Declaración Universal de los Derechos Humanos?
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